Femicidio por venganza: La madre de Anahí Robledo Yuvero relató que el acusado la acechaba

Redaccion
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La obsesión es tan oscura que sus límites no se ven. O quizás no tenga barreras. Lo mismo cuadra con lo que, según la fiscalía, Amado Raimundo Díaz hizo la madrugada del 23 de mayo de 2024, cuando solo por pura y llana venganza asesinó a Anahí Robledo Yuvero, la hija adolescente de su expareja. Lo hizo para condenar a la mujer al sufrimiento más grande que puede cargar una madre, una sentencia de por vida. Tan grande era el deseo de vengarse de Elisa Yuvero, porque le había puesto punto final a su relación, que no le faltó fuerzas para hundirle 25 veces un cuchillo en el cuerpo a la chica de 17 años.

En la apertura del juicio por «femicidio triplemente agravado», su víctima, la que aún sigue con vida, relató que el acusado seguía todos sus movimientos en la calle, cuando salía y entraba a su casa, con quiénes estaba. Le dio señales antes, pero jamás pensó que llegaría tan lejos. Está segura de que fue él quien le pinchó la rueda de un auto, le cortó el servicio de internet una vez y hasta hizo desaparecer al pequeño gato de su hija, entre otros hechos, que la testigo se guardó y eligió no sacar a la luz en el debate oral y público.

El hombre de 59 años afronta lo que en el Código Penal Argentino es lo más cercano a una condena de por vida, como esas de 100 o 200 años que dictan en Estados Unidos, pero en talla «Small»: la reclusión perpetua. Es la pena más severa en Argentina, pero ha caído en desuso, a tal punto de que, incluso los «doctores» del mundo del Derecho, no le hallan diferencia con la prisión perpetua.

Pero sí, la tiene, explican otros. La perpetua que es antecedida por la palabra prisión significaría unos 35 años tras las rejas. La otra, la que es acompañada por «reclusión», puede ser más de 35 años. Todo dependerá del criterio del juez o jueza que evalúe si el convicto continuará más allá de ese tiempo. Tal cual sucedió con Robledo Puch, el «Àngel de la muerte», quien estuvo unos 50 años preso después de 11 asesinatos, sin contar los homicidios que no pudieron comprobarle, una violación sexual y 17 robos.

En el juicio por “homicidio triplemente calificado, por alevosía, ensañamiento y venganza transversal” que arrancó en Villa Mercedes ya hay dos personas sentenciadas a un castigo eterno: los padres de Anahí.

En los alegatos de apertura, los fiscales Ernesto Lutens y Leandro Estrada, sintéticamente, recordaron que Anahí fue asesinada el 23 de mayo del año pasado, entre las 6:30 y las 6:59. Ella ni siquiera vio venir a su femicida, ya que la atacó mientras dormía, cuando no tuvo chance de huir o defenderse ante un asesino que se ubicó encima de ella y, aún cuando la tenía de frente, cara a cara, nada lo detuvo para clavarle repetidamente un cuchillo.

El hombre consiguió entrar a la casa de la víctima del barrio Jardín del Sur de Villa Mercedes con una copia de las llaves de la puerta principal, sostiene la fiscalía.

La primer testigo del debate contó que ella no estaba en el domicilio el día del crimen, su hija se había quedado sola, porque la noche anterior cuidó a su padre. El hombre tuvo que ser internado a último momento. De hecho, antes de ocuparse de estar al lado de él, tuvo que hacer algunos trámites y fue y volvió de la casa de sus padres varias veces.

Estaba atareada. Pero, aún así, llamó al acusado. «Mirá, estoy con mi papá internado. Así que, por favor, no le hagas nada al auto porque lo necesito», le explicitó. «¿Por qué le dijo eso?», preguntó Estrada. «Por los episodios que sucedieron antes», respondió en alusión a «algunas situaciones» que ocurrieron tras la ruptura de la relación con Díaz. Todas sus sospechas la llevaban hacia él.

«Teníamos un gatito que desapareció el 7 de mayo (unos días antes del femicidio). Era imposible que se fuera por sí solo porque siempre teníamos todo cerrado», subrayó. Su mascota tenía apenas cuatro meses. Aunque no lo ventilaron en el juicio, los investigadores calculan que el acusado mató al animalito dado que nunca lo encontraron.

Después relató sobre el día que no pudo asistir a su trabajo, un gimnasio ubicado en pleno centro de la ciudad, porque alguien le pinchó de manera claramente intencional una rueda de su auto. «En casa tengo dos portones. Estaba por salir para ir a trabajar, freno para entrar a la casa y buscar unas cosas», contó.

Al volver, se subió al coche y trató de hacer marcha atrás, pero ya no podía moverlo ni para atrás ni para adelante. «Me bajé y vi que una rueda tenía una punta afilada», dijo dando por sentado que le habían clavado el elemento punzocortante al neumático.

No era una coincidencia. «El Pelado», como solía llamarlo, era el primero en su lista de sospechosos. Cada día que pasaba ese pensamiento se potenciaba. «Con internet me pasó un día que no tenía. Fue el técnico de la empresa, revisó y me dijo que habían cortado un cable con un cuchillo. Así que, como era algo ajeno a la empresa, no se hacían carto del arreglo», explicó.

Elisa precisó que su jornada laboral empieza a las 6 de la mañana. La madrugada que asesinaron a su hija, no fue al gimnasio desde su domicilio del sureste de la ciudad, sino desde la casa de sus padres. Como la vivienda está a unas siete cuadras de su lugar de trabajo, decidió ir a pie.

En ese recorrido notó que un auto blanco, como el de Díaz, la seguía. Una vez en el gimnasio, comenzó a acomodar los discos de peso. En el local alcanzó a divisar que alguien exactamente igual que el acusado la miraba desde afuera. Salió, lo llamó, el hombre se dio vuelta, ella comprobó que era su ex y él siguió su camino.

Apenas unos minutos después se comunicó con su hija a través de WhatsApp.  Anahí le contó que no se sentía bien, que le dolía la cabeza y no estaba en condiciones de ir a la escuela. La adolescente asistía al Centro Educativo Nº9 «Dr. Juan Llerena» y su horario de entrada era las 7:20.

«Bueno, tomate un ibuprofeno, y avísale al papi que no vas a ir’», le dijo, porque la noche anterior había quedado con Javier Robledo, el padre de la chica, en que él pasaría a recogerla para llevarla a la llamada «Escuela Normal».

Eran las 6:15. Anahí alcanzó a ver ese último mensaje de su madre. Le hizo caso, le informó a su papá que no iría al colegio porque no se sentía bien. Fue el último mensaje de su mamá que vio la joven.

El resto del día Elisa le mandó mensajes que jamás respondió y le hizo llamados que nunca tomó. Era raro, pensó, su hija no hacía eso.

Alrededor de las 15 cuando regresó a su casa supo por qué. Abrió la puerta de su vivienda y en la cocina comedor, a un lado del futón de Anahí, en el piso vio el cadáver bañado en sangre de su hija. Sangre en el suelo, en el futón, a su alrededor. No entendía lo que sucedía.

Aunque en su declaración no fue tan descriptiva. Para referirse a ese momento, quizás en un intento por protegerse a sí misma, no revictimizarse y no traer a su mente esa escena que le produjo un dolor sin cura, solo se limitó a decir que «encontrè a mi hija tirada en el suelo y toda la situación».

 

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