Trabaja desde los 17 años, hoy tiene 53. De dormir en una terminal con su hijo a encabezar la filial de Ammar la historia de una mujer que vivió la violencia, la trata y la enfermedad, pero también la hermandad y la resistencia colectiva.
Cuando empieza a caer el sol Mónica se pone las plumas y sale a su escenario. Son un elenco que se mueve en duplas, bajan escaleras pero no las de un teatro sino las de un cordón de vereda o las de un camión en la ruta. Las luces la apuntan a ella, pero no son reflectores, son las ópticas de los autos que la iluminan al pasar. Sus ojos brillan porque recuerda el velorio que entre todas pagaron para una compañera hace apenas cuatro días. Realiza su presentación para un público de uno, no hay aplausos. “Somos vedettes, estrellas olvidadas. Pero estrellas al fin”, cuenta la mujer de 53 años que es trabajadora sexual desde los 17.
Mónica Puliafito es secretaria general sede provincial de Ammar, Sindicato de Trabajadoras Sexuales de Argentina. Actualmente representa a 25 trabajadoras, mujeres y trans, de la ciudad de San Luis y las más de 30 que hay en Villa Mercedes. Además, su rol implica cubrir derechos y necesidades a pesar de ejercer el “trabajo más antiguo del mundo”. Tratamientos médicos, cuidado de niños y hasta sacar a menores de las calles que son explotadas sexualmente.
La madre, tía y abuela se describe como nacida y criada en San Luis y católica, apostólica, romana. Apoya y trabaja fuertemente en la prevención de embarazos más no considera al aborto como una opción. Es enfermera recibida y técnica en Administración de Empresas. Nunca ejerció, al menos no otra cosa, que no sea el trabajo sexual.
“Vengo de un hogar bien constituido, católicos. Conocí a una persona ‘x’, me enamoré, me pintó las cosas color de rosa y rojo brillante, le creí y empecé a trabajar de esto. Fue cuando quedé embarazada que salí de esa relación. Porque cuando estás embarazada, para esas personas no le servís. Sos descartable”, contó en una charla exclusiva con El Chorrillero.
Mónica está vestida sencilla, un conjunto deportivo y su sonrisa que inclina levemente hacia abajo y en la que prefiere mostrar sus dientes inferiores. A simple vista parece que vino de entrecasa, pero sus pulseras plateadas que chocan entre sí cada vez que enfatiza partes de su relato con gestos de manos, demuestran lo contrario. Los labios los adorna con un fucsia llamativo y habla con un aire maternal, como si cada frase fuera un consejo o advertencia que le hubiese gustado recibir de joven.
“Estuve un año durmiendo en la terminal con un bebé y no tenía trabajo. Salía, buscaba y pedía en los kioscos, en los hoteles y en los restaurantes que antes se tiraba la comida y no me da vergüenza decir que he comido de un tacho de basura. Hasta un día que dije basta porque mi hijo estaba pasando necesidades, entonces empecé a trabajar de nuevo. Quise cambiar de vida, lo intenté. Por la necesidad, por estar sola”, relató.
Durante los ´90 y hasta entrados los 2000, la calle era muy hostil. Mónica recuerda cómo la Policía las levantaba de la calle y las llevaba a un calabozo donde las tenían toda la noche. Entre los peores tratos estaban las duchas con agua helada o los paseos en el patrullero al día siguiente para que todos las vieran: minifalda, escote y botas altas, fuera invierno o verano. Además, les cobraban coimas, en ese entonces unos 20 pesos, para trabajar en ciertos lugares, precio que no les garantizaba seguridad alguna ni evitaba las redadas.
El trabajo en las whiskerías
Es por eso que trabajó principalmente en “whiskerías”, “burdeles” y “saunas”. Lo hacía sola, sin ningún hombre que le maneje sus cuentas, ella y su carácter acordaban precios y porcentajes con los establecimientos que, para la mujer, representan una salida laboral elegante en comparación a los peligros de la calle. Recuerda dos, uno entre Tilisarao y Naschel, donde había dos colombianas que luego fueron denunciadas por trata de personas, y otro camino a Villa Mercedes.
“Siempre hubo chicas de otros países acá en San Luis. Es un punto de paso, está en el centro del país y conecta varias provincias. Los hombres eran muy cariñosos, pagaban y les gusta lo nuevo. El sábado a la noche iban a la whiskería y el domingo a misa”, apuntó.
Las ventajas de estos lugares era que le permitían trabajar puertas adentro y contaban con «cuidadores» para que los clientes no las golpearan o violentaran. Además, tenían visitas médicas cada 15 días con análisis y chequeos y hasta libretas de salud.
“Se trabajaba no solamente haciendo compañía al hombre que iba solo o en grupos, sino también había que bailar, entretener y distraer. Ahí era psicóloga, mamá, hermana, tía, porque teníamos muchos roles. A veces había gente que no solamente buscaba sexo, sino compañía para charlar o tomar un café, no todo era alcohol o drogas”, explicó.
Se estilaba, y aún persiste, trabajar como golondrinas. Muchas se iban al sur en busca de oportunidades de crecimiento económico arrastradas por los dólares de las petroleras. La mujer aseguró que iban en colectivo y volvían en avión. Mónica recorrió varias provincias y se encontró con varias chicas que fueron víctimas de trata, entre ellas Marita Verón.
“La conocí personalmente en Buenos Aires, durante un breve tiempo, y después no la vi más. Porque esas personas son muy cautelosas con lo que hacen”, justificó aunque no dio más detalles. Sobre otras víctimas agregó: “Había chicas que de un día para el otro desaparecían y no las veías nunca más. Pero teníamos miedo, no hablabas y si veías algo, callabas. Quién le iba a creer a una trabajadora sexual que fuera a hacer una denuncia”.
Además, se sumaba otra complejidad. En la mayoría de los casos las mujeres no sabían el verdadero nombre de las otras; sino que usaban apodos. Como compañeras de oficina, describió que no sabían la vida personal de las otras.
Entrados los 2010 y por el aumento de casos de trata de personas, empezaron a prohibirse las whiskerías en las provincias, hasta que llegó el turno de San Luis. En diciembre de 2012, el gobernador, Claudio Poggi, dictó el decreto N°834/12 que estableció el cierre de cualquier local que promoviera la prostitución. Luego la medida fue convalidada por la Legislatura en una sesión extraordinaria.
Los peligros de las calles y captar «giles»
“¿Y qué pasa en la calle? encontrás gente drogada que no está en su sano juicio, que quiere el servicio, pero no quiere pagar, que te golpean, que te roban, que te ningunean o que te agarran a pedradas o se bajan de un auto tres o cuatro y te golpean. Temes por tu vida decís, ‘hoy salgo, no sé si vuelvo’”, recordó.
Aprendieron a leer a los clientes o cada “gil”, como le dicen algunas chicas. Mónica explicó que la noche te enseña, a las buenas o a los golpes, como cuidarte en las calles. Las zonas elegidas, en las que permanecen actualmente, son las avenidas Lafinur y España; ante la caída de clientes muchas también se apostan directamente en la autopista Santos Ortiz a la espera de captar algún camionero o viajero.
“Los vecinos ya nos conocen. Cuando está frío y nos ofrecen si queremos tomar un cafecito, un mate o agua. Incluso, algunos nos dejan entrar al baño de sus casas. Ellos nos cuidan a nosotras, son los primeros que llaman a la policía o salen con una escoba a defendernos”, detalló.
Y agregó que los vecinos se sienten tranquilos cuando las ven ya que sirven como suerte de alarma ante ladrones. “Tenemos miedo a que nos roben a nosotras, que nos den un golpe, una puñalada o un tiro. En Bolívar y Europa permanentemente la gente que estaba ahí nos hostigaba. Nos tiraban piedras, no nos dejaban trabajar o si paraba un auto le tiraban cosas”, relató.
Vínculo con la Policía y menores ejerciendo la prostitución
Sobre el vínculo con la Policía la situación cambió bastante, aseguró que ahora en cuanto los llaman aparecen para ayudarlas e incluso en sus rondas nocturnas con el patrullero les preguntan si están bien, les dan recomendaciones de cuidados y les piden que no se queden hasta muy tarde.
Son a ellos a quienes acude principalmente Mónica cuando se cruza a alguna menor trabajando en las calles. Chicas de 16 y 17 que, según explicó, lo hacen para pagar alguna adicción. Las escucha, las saca de las veredas, incluso las lleva a su casa o las acompaña a los centros de salud. Contó que muchas de ellas son asistidas por intentos de suicidio.
“Avisas a Comisaría del Menor que están estas chicas ahí, las llevan, las entregan a su familia”, explicó el procedimiento que ya tiene aceitado casi como un procedimiento de rutina. Y lamentó: “A la hora vuelvo a salir de recorrida, llevarles preservativo, un sándwich, o un agua mineral a mis compañeras y las veo drogadas en la calle de nuevo. No tienen contención en sus casas”.
Un caso totalmente diferente es el que vivió con las dos niñas de 13 y 16 años que eran explotadas por su padre en la estación de servicio Bella Vista, al lado de la terminal de ómnibus. Allí trabajan dos compañeras de Mónica, mujeres mayores de 30 años que fueron quienes alertaron sobre la situación.
“Aberrante”, inició. Sumó: “Me habían informado que había dos menores que los traía un hombre y a raíz de eso dimos la alerta. Es muy triste uno que es mamá, que tenés sobrina que tenés hijas, tenés ahijadas ver una criatura de 13 años parada y que la estén obligando a tener sexo. Una criatura que tiene que estar en su casa, estudiando, jugando. Bonitas, unas caras de niñas tienen, gracias a Dios pudimos solucionar eso”.
«¿Qué hice con mi vida?»
Luego están las otras mujeres jóvenes, mayores de edad aunque por poco, la sindicalista las aconseja y les deja un mensaje claro: no se descuiden, eviten tener demasiados hijos – todas son mamás- y tengan siempre presente que el trabajo sexual no es para toda la vida.
“Le digo a las chicas jóvenes que no lo hagan, que no es lindo, después de varios años te ponés a pensar como yo ahora a mi edad y decís ‘¿qué hice con mi vida?’. Te hacés mil preguntas, qué podrías haber cambiado”, reflexionó.
El reclamo central de la mujer y sus compañeras es claro: el reconocimiento del trabajo sexual como un trabajo legítimo. En su momento, presentaron un proyecto que llegó al Congreso pero quedó “dormido”. Después, con la pandemia, todo se suspendió.
“Estamos bien organizadas, aunque no nos reconozcan como sindicato. Hacemos bingos, ollas populares, ferias de platos, ventas de pollo en las puertas de las iglesias. Con lo que juntamos, ayudamos a las compañeras cuando se enferman, o para despedirlas cuando se van. Porque somos gente humilde y no podemos dejar a nadie sola, ni en la vida ni en la muerte”, relató.
La lógica es comunitaria: no hay devolución de dinero, sino de cuidados. “Si vos te enfermás, usamos esa plata para vos. Y cuando vos estés bien, retibuís de otra forma: ayudando a la que lo necesite. Quizá llevándole al chico a la escuela, limpiándole la casa o simplemente acompañándola. Esa es nuestra devolución, el compañerismo”, describió.
El tiempo pasa y las enfermedades aparecen
Mónica sabe que el tiempo pasa. “He hecho aportes como monotributista toda mi vida. Además del trabajo sexual, hoy cuido adultos mayores. Pero muchas compañeras nunca pensaron en el ahora. No durás toda la vida, la juventud se te va, el cuerpo se va, las enfermedades empiezan a aparecer”, reflexionó.
Las huellas del oficio son claras: piernas y rodillas resentidas por las horas de frío, osteoporosis, hipertensión, diabetes, operaciones de fibromas o prolapsos. “La noche te arruina más que a una mujer oficinista o ama de casa, porque estamos expuestas a todo: frío, calor, viento. Y el cuerpo después pasa factura”, describió.
Actualmente, su rutina es extenuante. Trabaja todos los días, menos los domingos que está con su hijo más chico de 15 años. Hace jornadas de entre 8, 12 y hasta 15 horas. Puede estar todo ese tiempo sin hacer plata, o en dos horas ganar lo de una semana. Pero después lo tiene que repartir porque es como un sueldo: cobrás una vez y hay que hacerlo durante las posibles fechas de sequía. Ella tiene clara las olas de clientes, los primeros días del mes con los cobros de sueldos, eventos puntuales masivos o temporadas turísticas.
“Con el show de ‘La Mona’ hubo chicas que generaron lo suficiente para tomarse unas semanas libres. Pero no es un trabajo agradable, tenés que estar con hombres que no se bañaron, con olor a alcohol o drogados”, contó.
Y después están aquellos días donde la muerte las visita de cerca, jóvenes para el promedio de decesos en mujeres, pero grandes en la jerga de las trabajadoras sexuales. Compañeras trans con HIV, infecciones o secuelas del aceite de avión que antes se inyectaban como silicona y que hoy se esparció por sus cuerpos, dañando órganos y piel. Algunas tienen cáncer de piel, otras leucemia.
Hace apenas tres días, acompañaron el velorio de Florencia, una travesti de 43 años. “Cuando se nos va una compañera sufrís, llorás, gritás, pero no se la despide así nomás. Se la despide con una cena, una cerveza, un whisky. Brindamos para que su alma vuele alto y que siga brillando su estrella”, explicó. Y cerró: “Porque somos vedettes, estrellas olvidadas. Pero estrellas”.
FUENTE- EL CHORRILLERO